
Argentina se desahoga en la victoria aliviando la tensión con la que vive, y sufre, cada partido en Catar.
Apenas disfrutó de cierta tranquilidad en el duelo que cerró la fase de grupos contra Polonia después del sopapo que le dio Arabia Saudita en el estreno y del tostón que protagonizó con México.
Después, un sufrimiento del todo inaudito frente a Australia y el no va más del viernes conPaíses Bajos.
La ruta hacia la inmortalidad tiene estas cosas, pero desde el prisma argentino el drama y la agonía se repite día a día.
Afirmó Mario Kempes en la previa de del choque de cuartos de final, acertadamente, que a Lionel Messi no le hace falta conquistar un Mundial para confirmar su papel de leyenda en la historia del futbol… Para rematarlo con una sentencia tan o más evidente: “Argentina sí lo necesita”. Y es a partir de ahí que la albiceleste convierte cada partido en una guerra contra sí misma.
No es tan distinta esa autoexigencia con la que viveBrasil, cuya eliminación a manos de Croacia convirtió la fiesta en funeral, pero la diferencia es que mientras alrededor de la canarinha, y se diría que incluso en su vestuario, el convencimiento previo al bofetón es una constante, el entorno argentino lo vive al borde de un ataque de nervios, tan o más temeroso con la derrota que ilusionado con el triunfo.
Y, claro, teniendo en cuenta que el triunfo, el éxito definitivo, solo se visualiza a través del título. Cualquier otro resultado en Qatar se recibiría como una, otra, decepción a sumar en su historia.
Campeona en 1978, Argentina encajó con terrible frustración la eliminación en España 82, en la presentación mundialista de Maradona. Cazado sin piedad por Gentile y expulsado ante Brasil, Diego logró alcanzar la eternidad al cabo de cuatro años. Y se diría que fue a partir de aquella gloria de México 86 que el ánimo alrededor de la selección albiceleste multiplicó tanto sus exigencias como convirtió las ilusiones en temor.
Son legendarias las imágenes de un Pelusa rabioso y desencajado en la final perdida de 1990 y la sensación de persecución sufrida en 1994 cuando le ‘cortaron las piernas’.
Desde entonces ganar dejó de ser un reto para ir convirtiéndose en una obsesión. Y con la eclosión de Messi, el sucesor, no cabía esperar ya nada más. El “si Argentina no gana un Mundial, Leo nunca alcanzará la consideración de Maradona” se fue convirtiendo en un mantra que atenazó a la albiceleste y de una u otra manera la derrumbó consecutivamente en 2010, 2014 y 2018.
Alemania la aplastó (4-0) en los cuartos de final de Sudáfrica y la volvió a frustrar, de manera especialmente cruel, en la final de Brasil y, por fin, la Francia del jovencísimo Mbappé la descabalgó (4-3) en los octavos de Rusia, en un partido que se ganó el derecho a formar parte de los mejores duelos de la historia del torneo.
Una, otra y otra vez fue aumentando la presión alrededor de la selección, y de su capitán. A la afición no le preocupa tanto el juego, casi nada se diría, como el resultado y la permanencia en el torneo. Superar partidos como una auténtica prueba de fuego en que su muchas veces monótono juego queda disimulado en el terreno de juego por el ánimo imcomparable de una hinchada tan o más entregada a una misión principal indiscutible: celebrar el título el 18 de diciembre. El cómo es desde el primer día lo de menos. Y en caso de jugarse la final, sin duda, a absolutamente nadie importará.
Messi, ganador de casi todo lo ganable, no necesita la Copa del Mundo para ser considerado el mayor futbolista de nuestro tiempo o incluso, para muchos, de la historia, pero no escapa a la taquicardia, la presión y la tensión, que rodea a la selección que al cabo de 36 años de coronarse en México sigue enfrentada a sus fantasmas y sus sueños.
Argentina está a dos pasos de la inmortalidad, esperándola una Croacia ante la que nunca disputó un partido de eliminatorias en el Mundial y que, subcampeona en Rusia, le enfrentará el martes sin esa sensación de drama agónico que personaliza todos y cada uno de los partidos que juega el equipo de Lionel Scaloni.



